Había una vez un gran sapo feo y malo que sólo quería cazar pequeños insectos rojos, no por hambre, sino porque le molestaban a la hora de comerse el pan del día siguiente.
Este sapo era muy muy malo, y como el tenía el poder y un séquito de gañanes que estiraban sus lenguas al suelo para que hiciera entradas triunfales en los grandes eventos, destinaba todo el dinero de su palacio a la captura de estos insectillos.
Los vasallos del palacio no podían hablar, porque el sapo se los comía, el pueblo no podía soñar porque el sapo llamaba a Fredy, los insectillos no podían respirar porque el sapo se enfadaba, y estiraba su aniquiladora lengua y lanzaba a sus crueles, pero pagadas con el dinero de los vecinos, ordas.
Pasó el tiempo y el sapo se hacía viejo, pero el seguía siendo un animal cruel que quería comer más y más insectos rojos, pero estos, "con una poción mágica que le hacía invencible: !el cerebro!" habían decidido unirse para acabar con el sapo y vivir felices para siempre.
Los insectos criaron alas y podían volar. El sapo, cada vez más lento de reflejos, y con un cerebro cada vez más estropeado, no era capaz de cazarlos.
Al final, los insectos rojos unidos subieron bailando una escalera y derribaron la puerta de un palacio, que se convirtió, al clavar una rosa en el pecho del sapo, en un maravilloso y precioso pueblo.
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